lunes, 29 de marzo de 2010
El lenguaje universal del tambor
por José Antonio Iniesta
Ahora que en Hellín se escuchan los redobles de tambor, es el momento de apreciar que en estos tiempos en que se reivindican todo tipo de lenguajes de expresión oral, corporal, simbólicos o virtuales, para unir las conciencias de todo el planeta, este instrumento tan antiguo en su esencia como es la humanidad nos sugiere el sonido sobrecogedor que ya escucharon nuestros ancestros, que estremece la memoria pura y el recuerdo, que nos conecta con las raíces de la especie humana en la oscura noche de los tiempos pasados.
No puede ser más maravilloso redoblar en Hellín, en estas tierras manchegas donde la historia cobra forma a través de gestas quijotescas, en cruces de caminos y legado de piedras vetustas que nos han dejado una inmensa herencia arqueológica. Es ésta una ciudad en la que cualquier persona que nos visite, llegando del más remoto lugar de la faz del planeta, no tendrá el más mínimo problema a la hora de sentir el retumbar de la propia tierra a través de un parche. Es el lenguaje sin palabras que une a los hombres en la magia del espectáculo sonoro, catarsis pura de lo que nunca se termina de comprender, pero que se manifiesta en júbilo, en arte del movimiento de las manos, en pura emoción que alcanza desde el niño al anciano, en relevo generacional que concede alas al vuelo de los más pequeños, herederos y custodios de una de las tradiciones más sentidas de nuestro extenso mundo.
Impresiona descubrir una similar mirada a la hora de tocar un tambor en cualquier lugar del planeta. Hace unos días tan sólo, ascendía con supremo esfuerzo por una montaña de la isla de Amantaní, que se eleva a las orillas del lago Titicaca, en Perú, ya a punto de cruzar a Bolivia. Contemplaba el azul mítico de uno de los lugares más hermosos y enigmáticos que he visto en mi vida, helado de puro frío, preparándome para pasar bajo el arco de piedra que me conducía hasta el templo dedicado a Pachatata, lugar sagrado donde los haya en el altiplano. Tocaba yo un tambor de la danza del sol, al mismo ritmo que el del chamán totonaco de tradición olmeca, Ikxiocelotl. Me lo había regalado él pocos meses antes en la tierra de los mayas, en el Mayab, estado de Yucatán, México. En lo más alto mi mirada se cruzó con la de un niño nativo kolla, que tocaba un rústico tambor sin que en él hiciera mella el frío y la falta de oxígeno.
Siendo de tan distintas culturas me sentía uno con el mexicano "Garra de Jaguar" y con aquel niño peruano, al que le vi la misma mirada de duende juguetón de mis hijos cuando tocan el tambor, de cualquiera de los niños hellineros que en estos días unirán sus redobles a los de tantas culturas, sin que unos sepan de los otros, pero entrelazando al planeta en ese sonido que una india purépecha me decía que era el latido del corazón, el latido de la Madre Tierra.
En aquella elevada cumbre, casi a punto de hacerse de noche, recordé el misterio de los Andes y del imperio inca, que sólo era un mojón en el camino de culturas mucho más antiguas. El tambor había estado con ellos y era el tunkul de la leyenda de la pirámide de Uxmal, donde también se escuchó mi redoble. Y era el parche saharaui sonando en aquella vivienda de adobe, en territorio argelino, cuando un land róver de Híjar, Teruel (un pueblo tamborilero, hermano de Hellín), me llevó a vivir la magia de un tambor en las arenas del desierto.
El destino y la geografía del planeta provocan estos guiños, estos raros sucesos que como el lenguaje del tambor, nos hablan de una conexión con lo invisible. Hace "cuatro días" pensaba en todo esto en La Paz, Bolivia, escuchando de nuevo el redoble que acompañaba al salto de un danzante que imitaba la ferocidad de un puma, felino sagrado dentro de la tríada de animales mágicos, completada con el cóndor y la serpiente.
Volví a pensar que por más que cambiara el fulgor de los abalorios, la túnica, piel o manto con el que nos vistamos, más allá de la lengua o de la religión que hagamos nuestra, el redoble transforma nuestra personalidad en igual medida, nos eleva hacia el reino mítico de nuestros sentimientos, nos traslada a dimensiones insospechadas, nos reencuentra con nuestros antepasados y nuestros recuerdos más añorados, nos funde en la nostalgia de la tierra que nos ha visto nacer.
Toqué con un mexica de aspecto fiero pero de mirada noble, que hacía sonar el huehuetl en lo más espeso de la selva en Centroamérica, y también con concheros junto a una piedra que según los mayas alcanza el centro de la Tierra, y sin embargo, en todas esas ocasiones sentí la magia del Rabal hellinero en la noche de Jueves Santo. Y cuando en un local de la boliviana calle Sagarnaga escuché cómo sonaba un parche, en la misma zona donde un par de semanas antes había tenido lugar una cruel matanza, fueron mis manos las que en una mesa rodeada de máscaras de la Diablada de Carnaval hicieron sonar, con el júbilo de un hellinero, el racataplán hasta estremecer los vasos y los platos de un extremo a otro.
Esta magia no se olvida y nos conecta con las culturas nativas, con los pueblos tamborileros de España, con el golpe ancestral en el tronco o en la roca. Estaba una vez contemplando una danza bajo un sol de justicia, cerca de la pirámide mexicana de Uxmal, cuando un racataplán como tantos que he tocado en mi vida me hizo volver la cabeza. No encontré tocando a un tamborilero hellinero con túnica negra y pañuelo rojo, sino a un joven de oscura piel con penacho de plumas a la cabeza y atuendo que me remontaba a muchos siglos atrás.
Desconcertado, me sonreí por dentro: ¿dónde estaban las distancias y las fronteras, dónde las diferencias, si por más razas que dieran color a la Tierra sólo habría una especie humana? Viajar tanto en los últimos años me ha permitido descubrir la grandeza del tambor. Lo he escuchado en el desierto y en la selva más espesa, en las llanuras sin horizonte de montañas y en las montañas donde jamás vieron una llanura. Y en todas partes el tambor me estremeció como si fuera el mío, hizo que latiera mi corazón y me recordara que todo él era verdaderamente la Madre Tierra, en todos los confines de su extensa geografía.
Con ese sentimiento de unión total con todos los seres de la Tierra, con todos los tamborileros de los tiempos habidos y por haber, mi esencia de tamborilero hellinero se afianza, después de comprobar, como siempre lo sentí desde que era niño, que el lenguaje del tambor es universal y trasciende y sublima todas las fronteras.
Si en todas las épocas el tambor ha servido para ahuyentar a los malos espíritus, para disolver los fatídicos augurios, para llevar la prosperidad a los pueblos de los que de una u otra forma procedemos, quiera el cielo y nuestro recuerdo que nos siga uniendo en la más sana de las fraternidades, pues en el sonido de la naturaleza está la armonía, como en el canto de los pájaros o en el murmullo de nuestras aguas.
Una vez más, como siempre ha sido y será, nuestro parche sonará con el lenguaje arquetípico y mítico de los tiempos pasados, pero también con el de los tiempos futuros que se avecinan, que habremos de cifrar, entre palillazo y palillazo, como los mejores que hemos de vivir en nuestra existencia.
Pues si la magia está en el corazón del tambor, en su invisible cámara de sonido, el duende que lo hace sonar está en nuestras propias manos.
Sea pues el hechizo certero, el sortilegio para los tiempos venideros, que no hay mejor receta para ser felices que una mente despejada y un corazón sano para desear el más grande porvenir al planeta Tierra y a todos los seres que en perfecta unión han de sentirse enlazados, desde la diferencia, por lo que verdaderamente nos une.
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